"En el centro de Medellín la subsistencia se cuenta en minutos
Aporte de Pablo Sarmiento - Ex Propietario de unas cabinas telefónicas en Bogotá
"En el centro de Medellín la subsistencia se cuenta en minutos”, es el título de la siguiente crónica. Es un retrato de la vida y oficio de los “minuteros”, que pululan en las calles céntricas de nuestras ciudades, en especial de Medellín, donde se calcula que sólo en la llamada parrilla del centro, hoy se rebuscan vendiendo minutos de celular más de 2.700 personas, mujeres en su gran mayoría.
Es la otra cara del desempleo y la falta de oportunidades en la economía formal; es el rebusque puro, es un oficio al que, además, lo mueve un engranaje de poderes territoriales, jerarquías establecidas a la brava, y, sobre todo, un flujo continuo de explotación laboral.
"En el centro de Medellín la subsistencia se cuenta en minutos”,
—-Crónica de minuteros—
“Yo soy de Urabá, me vine a Medellín con toda mi familia desplazado por la violencia. Trabajo en el Parque Berrío desde hace dos años. Con mi edad y mi invalidez nadie me da trabajo. Al venir al Parque alguien me dijo que si quería vender minutos, y yo acepté. No sabía nada de celulares y esas cosas, pero me metí”.
“Yo me vine para el centro porque estaba descolocada. Mi trabajo era siempre en casas de familia o cogiendo café en San Antonio de Prado. Cuando se acabó el café dije: me voy para el Parque Berrío a ver qué consigo. Entonces un señor me preguntó: ¿usted quiere trabajar? Le dije que sí y me sacó un plan de Comcel. Así comencé con lo de los minutos. Me hice al lado de esas viejas y no me dijeron nada”.
“Yo me quebré en Pereira… Entonces recorrí muchas ciudades, pero decidí quedarme en Medellín, donde estuve como 20 días mirando qué hacer. Empecé en lo de la venta de minutos con dos personas que trabajaban para mí, luego fui aumentando el personal, coloqué uno arriba en los taxis, otro en la panadería, otro en la plazuela, y así, hasta llegar a manejar todo este sector”.
Los rostros de estas tres personas no solo tienen en común la nostalgia de haber dejado sus lugares de origen, también los une la venta informal de minutos de celular, un oficio en el que al sol y al agua, minuto a minuto, se lucha por el sustento diario. Es una de las múltiples opciones laborales que la ciudad brinda a los desempleados y desplazados.
Un negocio encadenado
En la llamada “parrilla”, zona céntrica de Medellín, el negocio fluye a través de una cadena en la que cada quien gana según el lugar que ocupe en ella. En el vértice están los dueños de las líneas, que no son muchos. Son personas —o empresas— sin rostro notorio. Según la Subsecretaría de Espacio Público, hay “empresarios” que operan hasta con mil líneas. En segundo lugar están los subdistribuidores de líneas, mejor conocidos como los “patrones”, intermediarios que trabajan para los primeros y ganan un porcentaje por minuto registrado. Son los más conocidos, los que dan la cara en el negocio, y su oficio es contratar y controlar los minuteros, pagar facturas, y administrar y ordenar su zona de influencia.
Y en la base de la cadena están los minuteros y minuteras, que son los que la “sudan”, mujeres en su inmensa mayoría. Son los y las que uno ve en las calles y las esquinas con sus pancartas de identidad en las piernas y la espalda, y con varios celulares encadenados a sus chalecos. Hay de todas las razas, edades y condición física. Uno de ellos, con sus 56 años de edad a cuestas, es Luis Castro, quien todos los días arrastra su silla de ruedas desde el barrio Moravia hasta el Parque Berrío, donde a las 6:30 de la mañana comienza una jornada que se extiende hasta las 7 de la noche. Vive en una pieza arrendada, y solo, porque sus hijos decidieron volverse para Urabá a buscar su destino, mientras él sobrevive con 80 pesos el minuto vendido y la cobertura del Sisben.
Luis Castro, “minutero”
“Unos días son buenos y otros son regulares. Ayer me gané 18 mil pesos. Con eso pago los 4.000 mil de la pieza y entro comidita, pero no me alcanza ni para una muda de ropa”, dice. Y afirma también que aunque tiene la condición de desplazado de Urabá, en los dos años que lleva en la ciudad la Unidad de Atención y Orientación a población desplazada (UAO) del Municipio sólo le ha brindado una ayuda de 200 mil pesos. “Voy pa’ nueve meses que perdí el brazo, desde eso me dieron esta silla, y entonces la gente me dice que no trabaje, que ahí tengo mi plante, que me ponga a pedir mejor, pero yo no sirvo pa´ pedir limosna, a mí me gusta es trabajar”, agrega.
Hay algunos minuteros que, por suerte o porque disponen de un pequeño capital, tienen sus propias líneas y trabajan por su cuenta. Es el caso de Nubia Navia, una mujer de 45 años y fácil sonrisa que en enero de este año se metió al negocio de la venta de minutos en vista de que sus hijos se casaron y se le abrieron. Viéndose sola y desempleada se vino para el Parque Berrío a ver qué encontraba. La opción que saltó a la vista fue la venta de minutos.
“Tengo dos planes celulares, ambos de 920 minutos por los que pago facturas de 115 mil pesos mensuales, y para pagarlas todos los días, religiosamente, ahorro 5 mil pesitos en una alcancía. Claro que este mes me descuadré porque me robaron las sim card”, cuenta Nubia.
Y es que el robo es una de las mayores dificultades que se afrontan en el negocio de la venta de minutos. Algunos clientes se van sin pagar, o se roban la sim card y hasta los mismos teléfonos; como también hay venteros de minutos que roban a sus patrones: “Así como hay muchas personas honestas, hay otras muy desagradecidas. Se van con los teléfonos, se llevan los chalecos o no vuelven a trabajar”, asegura uno de los patrones de la zona de la Plazuela San Ignacio, quien prefirió no revelar su nombre, pero que para efectos de esta crónica seguiremos llamando Wilson. Por tal razón, dice el hombre, optó por contratar sólo mujeres. “Tengo unas 15 personas trabajando en la Plazuela, y otro tanto por fuera, y todas son mujeres. No volví a trabajar con hombres, porque éstos me han robado, y fuera de eso quieren apoderarse del negocio o abusar de las cosas”.
Otras dificultades de los minuteros tienen que ver con las malas condiciones en que les toca laborar, que se resumen en: carencia de lugares adecuados para desarrollar su oficio, acosos y agresiones por parte de miembros de organizaciones legales e ilegales que operan en el centro (agentes de Espacio Público por un lado y miembros de bandas como las Convivir, por el otro), y la constante exposición a los hurtos y las inclemencias del clima.
Y también a los acosos sexuales. Al ser en su mayoría mujeres, las malas propuestas no se hacen esperar. “Ayer le trabajé a un señor de por allí abajo —comenta Nubia, señalando la Plaza Botero— que tiene fama de usurero, ¿y sabe que me dijo ese hombre cuando le liquidé?: trabájeme para mi doña Nubia, pero con derechos. Le dije que esa no era conmigo y no seguí trabajando con él”.
Tanto Nubia Navia como Luis Castro, y en general la gran mayoría de minuteros, laboran jornadas largas, entre 10 y 12 horas diarias. Y pesar de eso el oficio les deja pocas ganancias. “Con una situación bien dura como está, toca pararse aquí, en las escalas del metro, a esperar que alguien venga a comprarle un minutito. Este es un trabajo muy verraco, córrale al sol y córrale al agua, y con días tan malos que a duras penas se hace uno lo del almuerzo y los pasajes. Pero es un trabajo digno, no tiene uno que robar ni prostituirse”, dice Nubia, con voz sentenciosa.
Las confesiones de un “patrón”
Wilson es hoy un subdistribuidor, un “patrón” en el sector de San Ignacio. Pero no siempre lo ha sido. Empezó como minutero raso, como uno cualquiera de los trabajadores que ahora tiene a su cargo. Dice que hay unos sectores más rentables que otros, y que en el área a su cargo hay puestos tan buenos que venden hasta 500 minutos diarios.
A sus 44 años de edad, y un largo recorrido en el rebusque por varias ciudades de Colombia, dice que nunca había visto una epidemia (fue la palabra que usó) tan grande de minuteros como la que hay hoy en Medellín. Y eso en sólo dos años, porque cuando llegó a la ciudad encontró la zona relativamente virgen y ahí se instaló. Asegura que es una persona serena, a quien no le gustan los conflictos y prefiere tratar los problemas con los funcionarios de espacio público, la policía y con sus propios trabajadores.
La manera como mantiene el control de la plaza la explica de la siguiente manera: “¿Si llega una niña nueva a vender minutos qué hago yo? Le digo: vea niña, no te puedes hacer aquí porque la zona ya está organizada. Si quieres te ubicamos en otra zona donde no te van a molestar. Tenemos que cuidar la plaza, impedir que se sature de vendedores, porque con los minutos no es lo mismo que con la leche o las arepas, que se venden fijo todos los días”.
También dice ser flexible y considerado con sus trabajadores, y aunque no le alcanza para pagarles un salario mínimo ni la seguridad social, siempre esta dispuesto a ayudarles con sus necesidades básicas:
“Si tú le pagas bien a una persona, ella te trabaja bien, se amaña; aunque en esta labor tampoco es que se amañen mucho porque de todas maneras el pago no es el que quisieran (…). Trabajamos de 7:30 de la mañana a las 6:30 de la tarde, y a cada uno le llevo un inventario de los minutos. Yo les digo: vendan paradas, sentadas o acostadas si quieren, pero denme resultados. Así todos vamos a estar contentos, porque si ellos ganan plata, yo gano también”.
Espere en próximo correo un informe sobre las medidas que la Alcaldía de Medellín busca concertar con los "empresarios" que manejan el negocio de los minutos (que no son muchos tampoco), pues ya hay problemas de convivencia, invasión de espacio público y explotación laboral que preocupan a la Administración Municipal.
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